CUARTO DE INVITADOS
Poesía - Audiovisuales

DE CARNE Y HUESO

"CÉSAR “LUCHO” URIBE, Poeta y maestro apartado de sus sueños"

(Entrevista de Carlos Alberto Trujillo. www.elinsular.cl Edicón Nº 3355)


¿Podrías refirirte un poco a tu niñez, tu barrio, tus hermanos, tu papá y tu mamá?

Nací en Castro, Chiloé, el 14 de noviembre de 1957. Viví toda mi infancia en la capital chilota y mis días transcurrieron fundamentalmente en O’Higgins con Gabriela Mistral, en la casa estilo danés que aún existe en esa intersección. Yo diría que mi barrio tiene dos momentos en mi vida: pre Unidad Popular, donde mi cotidianeidad era jugar a la pelota en la pedregosa calle Mistral, con los Barrera, los Muñoz, los Subiabre; por O’Higgins, los Carvallo, los Haeger, los Barriento, los Aguilar. Por alguna extraña razón los peloteros éramos sólo los de Gabriela Mistral. Solíamos pelotear en la misma calle o en la cancha de las monjas, con los de la Piloto Pardo (los Lobo) y los de Pedro Montt. El otro momento es el que comienza con la Unidad Popular y la transición de la pelota a la conciencia social; siempre en la calle-cancha con Cataldo Martínez. Gol a gol, la pelota fue rompiendo redes imaginarias y se fue acercando a la sede del Partido Comunista, que distaba sólo una casa de mi esquina de enfrente. Defender los logros de los desposeídos fue transformándose en el otro partido por jugar, fuimos compartiendo las alegrías de los vecinos cercanos de la Población Manuel Rodríguez, todos jugadores de mi club Arcoíris y los de la René Schneider después (población que ayudamos a levantar con los trabajos voluntarios, siendo liceanos de 1º o 2º medio).

Si bien, con mi hermana mayor nos separaba poco más de un año, creo que la diferencia de género bifurcó muchos caminos de infancia y juventud, marcados por intereses disímiles. Lo mío no era las fiestas, sino el fútbol; no era el pololeo (que te vuelve individualista); sino la amistad(que te socializa) y no digo que los intereses de ella no fueran los míos; pero había tendencias distintas. No eran excluyentes, pero tampoco plenamente inclusivos. Mi hermano, menor cuatro años, sí producía una distancia más generacional. Los intereses y las personalidades eran distintas. Podría decir que él era metafísico hasta para jugar, contemplativo; era reposado hasta para los mandados (descansaba de su compra en el trayecto de regreso desde mi casa a la del almacén de Don Custodio, distantes unos 70 metros, en el umbral de doña Amelia). Ello hacía que no le invitáramos mucho a nuestras barrabasadas.

Me tocó el infortunio (así lo califico) de ser alumno de mi padre. Ello porque se producía una suerte de cruce de roles: era papá-profesor en la escuela y profesor-padre en la casa, lo que me impedía darme el gusto de una cimarra, de decir no tengo tarea, de sacarme una mala nota. Eso no era para mí. Debía saberme todo, debía ser ejemplo en la sala, con apoderados-testigos en las pruebas para evitar suspicacias, con preguntas sorteadas. Llegaba a casa y mi madre celaba mis estudios en el “comedor de visitas”, con una mesa gigante, con doce sillas. Ir a la escuela, sin embargo, siempre fue maravilloso. Siempre aprendíamos algo. Los compañeros fueron los amigos; casi todos desde Kinder Garden hasta el egreso de la Enseñanza Media. Las escuelas públicas, que no eran pagadas, pero que eran financiadas por todos vía impuestos y por tener el presupuesto de la Naciónasegurado, funcionaban sin contratiempos; excepto cuando los profesores efectuaban actos reivindicatorios a sus salarios. Cada profesor tenía pertenencia a su escuela, trabajaba jornada completa y con estabilidad laboral; con merecidas vacaciones invernales y los casi tres meses estivales. Conocí el compañerismo y la solidaridad entre esos docentes. El entorno castreño también ayudaba: el maestro era autoridad, era respetado. Es que, además, era conocedor de su alumno y de su familia, se empapaba de sus problemas y comprendía sus personalidades y conductas. Muchas veces éramos cómplices y amigos. Éramos todos más terrenales, más humanos y distinguíamos los roles, o sea; el profe lo era en la sala; en la calle, el amigo.


¿Cuéntanos cómo fue tu vida mientras estudiabas en el liceo?

Al mixto Liceo de Niñas (hoy, Galvarino Riveros) llegué a cursar el 7º básico, por lo que la escolaridad se dividía, opcionalmente en algunos casos, en dos sexenios. Llegué de 11 años. Teníamos clases en una casona, en el sector del que hoy es el acceso principal al Liceo. Creo que era la casa donde vivía don Luis Márquez, paradocente y padre de mi compañera Catalina y de cuya casa salían como discos longplay de The Beatles, los sabrosos churrascos con miel, en cada recreo; o las sopaipillas calientitas. Me divertía mucho con las clases de doña Rina Medrano, quien se esmeraba porque tuviésemos comportamientos sociales exquisitos: no sonar la cuchara al revolver el té, no apoyar los brazos en la mesa así o asá cuando llevamos la cuchara a la boca, no sorber, etc. A tiro de cañón teníamos la cancha de fútbol que disputábamos con los más grandes.


Ya en la Enseñanza Media fuimos permeados por los acontecimientos nacionales. Nadie era indiferente a la polarización generada por el avance del pueblo en sus logros sociales y la pérdida de prebendas de los sectores acomodados (los upelientos –peyorativo que denominaba a los adeptos a la Unidad Popular- podían comerle las guaguas). Diría que pocos eran “ni chicha ni limonada”. Tuvimos mucha actividad cívico-social. Recuerdo que nos tomábamos el Liceo para que tuviéramos clases con normalidad porque la derecha (incluida la Democracia Cristiana, trataba de generar ingobernabilidad y crisis en todos los estamentos sociales, con huelgas, paros, tomas, desabastecimientos, con el objetivo claro de producir desazón, desesperanza y hambre. Los años posteriores validan estas tesis, con los archivos desclasificados de la Cia, de Estados Unidos de Norteamérica, que revela el financiamiento recibido y distribuido por Edwards, dueño de El Mercurio). Defendíamos nuestro Liceo con marchas junto a obreros que construían la Gobernación, incendiada cuando albergaba a casi todas las oficinas públicas. Defendíamos el gas que la derecha le quitaba al consumidor, con movilizaciones gigantescas. Largas colas (luego, la dictadura prohibió usar esa palabra reemplazándola por “fila”, fue el régimen de los eufemismos). Tuve profesores muy amigos: Héctor “Tecuto” Montiel, agredido brutalmente por un alumno de Patria y Libertad; Carlos Alberto Trujillo, quien lo reemplaza y nos lleva la palabra barnizada y el adjetivo con lustre a la sala, creando el Taller Literario Aumen. Dos profesores que hacían pensar y usar los estadios de aprendizaje más valiosos. Luego, el terror. Segundo, tercer y cuarto medios con quiebres traumáticos. Fines de segundo medio nos fue de final abrupto y caótico. Nos pasaban de curso casi sin exigencias.


La vida liceana, en mi caso, tuvo un aire desintoxicadorcon el Taller Aumen. Era de las pocas cosas que nos devolvían las maravillas que nos quitaran con balas y metrallas. Cómo recuerdo a los obreros, a las empleadas domésticas, a las pobladoras, comprando en el Quiosco del Chilote Martínez Vílchez, allí en la concha acústica de la plaza (hoy, baños públicos), los más hermosos textos de la literatura universal y chilena, con el sello editorial de Quimantú, claro está. Pero antes, dichas obras maestras estaban vedadas y vetadas para ellos. ¡Y las historietas del Manque! Recuerdo que la derecha alegaba de esto, igual que con los maletines literarios de los últimos gobiernos concertacionistas por ser “tendenciosos y concientizadores”. ¿Qué querían, que al pueblo se le siguiera ordenando la vida desde la Biblia, desde el Fomento al Temor de Dios y desde los Reader Digest?


No todo podía ser avisar a las mujeres, a las madres que el amigo, el compañero era detenido. Se necesitaba desocupar la mente de la contigencia que tanto dolía. El toque de queda me sorprendió una tarde escondiéndome en un nicho del cementerio, porque una patrulla de la Armada recorría la ciudad, cuando llevaba malas noticias a familiares de compañeros caídos en desgracia.ElAumen juntó un puñado de jóvenes en torno a la poesía y aunque mi participación en ella fue esporádica, me fue importantísima.La poesía ayudaba a sobrevivir.

Tú perteneces a una familia de profesores. La Escuela Superior lleva el nombre de tu abuelo y tu padre fue un respetadísimo profesor en la misma escuela, tu madre desde siempre se sintió atraída por la literatura (y ofició de profesora coral en esa misma escuela). ¿De qué manera haber nacido y crecido en el seno de esa familia marcó tu vida, tus gustos y tus intereses?


Es cierto. Hay dos familias que se funden, se confunden en la nuestra. Por un lado, la paterna, con Luis Uribe Díaz y Dolores Velásquez Bontes. Él, profesor, radical, bombero y masón. Ella, una abuela linda, menuda, pequeña, laboriosa, con algún dejo de afrancesamiento en su ser y que esbozaba en sus hermosos ojos celestes. La familia materna, con Belisario Andrade y Espertina Cortez. Ambos funcionarios de Correos de Chile. Llegaron a Tenaún, desde Río Negro, mi abuelo y desde Valdivia, mi abuela. Como mi abuelo paterno muere antes de que mis padres se casen, tengo el referente sólo de mi abuelo enorme, juguetón, risueño. Un tata muy entretenido (tal como aparece en los cuentos de mi madre, ambientados en Tenaún, Calen, Quicaví) que disfruté mucho, cada vez que llegaba desde Santiago, donde se radicaron luego de trabajar en Castro y vivir en la casa de calle Gamboa casi esquina O’Higgins, donde también vivió hasta hace poco Orlando “Don Nano” Bórquez. La abuela, siempre me pareció distante y la sentía altanera, lo que me incomodaba. Su dejo aristocrático me producía mayor reticencia cuando me pedía que la acompañe en Santiago a ver los escaparates: solía pedir al vendedor que le bajen de la estantería (todos los negocios disponían sus mercaderías tras mostradores) varias baterías de cocina, una a una, para decir impertérrita “no me gusta”, y seguía con la contigua. Allí, solía escaparme y esperarla en la puerta del local. Qué abuso y qué falta de tino me parecían.


Mi padre, mi profesor como contara, tuvo mucha actividad social por lo que llegaban numerosas visitas prestigiadas e intelectuales de distintos puntos del país, hasta mi casa. Me gustaba escuchar antes que jugar, en las sobremesas. Me deleitaba con horas de “oídas”. Periodistas, escritores, arquitectos, ingenieros, folcloristas, folclorólogos; mucha gente de las áreas humanistas me regalaban tertulias maravillosas. Aunque no tenía prohibido hablar (como se usaba en la época), yo intervenía muy rara vez; generalmente cuando me preguntaban. Esas “conversas” me moldearon. La verdad extraño esas mesas conversacionales.


Mi madre, dueña de casa, fue lectora convulsiva. Recuerdo con tremenda sorpresa que un día mi padre llega a casa con unas cajas. Siempre para un niño es sorprendente descubrir de qué se trata: le llevaba de regalo a mi madre un centenar de libro de la novelística mundial. Literalmente, más de cien libros ¡Se los zampó en poco más de un mes! Recuerdo como patente, entre ellos, a Fernando Alegría y su “Caballo de Copas” y a quien le escribí este poema, mucho después cuando conocí su estado de salud, de boca de su biógrafa:


ALEGRÍA FINAL

(A Fernando Alegría)

Buitres al acecho desde el borde de la vida
aún antes de "Sunrise".
 

No manaría sangre del recorrido
de ida y vuelta por los senderos de luz.
 

Fue perdiendo todo, despojado
de un ojo, los dos; la lengua, de Carmen,
del corazón
en la subasta de órganos que no ordenó.
 

Se alaron los queridos libros
cuando supieron que no volvería
a Wing Place..
 

El caballo galopa
y galopa y galopa en Palo Alto
buscando al jinete declarado interdicto
por los buitres american way.
 

Tener además, en el barrio al maestro, joven, amigo, basquetbolista, Carlos Alberto Trujillo, permitió completar el cuadro para que mis gustos e intereses, galoparan por las rutas de las áreas humanistas y las sensibilidades sociales.

¿Cómo y cuándo decidiste estudiar para profesor de castellano? ¿Qué fue lo esencial que motivó esa decisión, la vocación pedagógica o el interés por la literatura?

La única claridad que tenía en ese entonces, era que mi camino iba por las carreras humanistas. Mi prioridad fue estudiar Periodismo, que era otra de las vetas que tenía referencialmente cerca, en casa. La docencia, a pesar de que siempre la vi relacionada con la alegría profesional en mi padre, no estaba como prioridad. Fue el profesor de Castellano e Inspector General, Constantino Farandato quien me hizo las postulaciones. Él quería que yo estudiase Castellano creo, porque me puso Pedagogía en Castellano y Filosofía, como primera opción y Periodismo, en segunda; a pesar de que me había preguntado previamente. Y si hubiese tenido que elegir una pedagogía, no podía ser otra que la de Castellano. El encanto, el maravillarse fueron obra de dos maestros: Carlos Alberto Trujillo y, antes, Héctor Montiel. Y el primero, además, con los talleres y las llaves que abrían las puertas de la fantasía alucinante de la imaginación…¡Cuánto recorrido, cuántas barreras rotas, cuántos límites salvados, cuántas libertades se encuentran allí, aunque no sean suficientes! Cuando salí llamado y sin decepción, me preparé psicológicamente para irme de casa y de mi ciudad de toda la vida. Cuando uno se va, la certeza nunca está en el retorno. Tal vez era premonitorio, porque prácticamente después de ello, nunca más volví. Si se fija, desde 1957 a 1975, fui castreño de tomo y lomo. Desde 1976 a 1989, estuve fuera de la ciudad. En 1991 volví a Valdivia y ya veo dificultoso volver, salvo que mi compañera Sylvia decida otra cosa. La sigo y “seguiré siguiendo” a todas partes, incondicionalmente.


Una vez en la Universidad Austral de Chile, sede Valdivia y desvinculado brutalmente de mi hogar (como casi todos los chilotes que salíamos a estudiar por primera vez –hoy se sale más a menudo-), me aboqué a la carrera, me apasioné con ella, descubrí sus encantos pero me di espacios importantes para luchar por la recuperación de la democracia o, mejor dicho hoy, por la destitución pronta de la dictadura de Pinochet. Fueron dos carreras en una: la formación profesional y la formación militante, con la que la juventud debía devolverle a Chile lo que nuestros mayores le quitaron.


Hubiese sido un buen docente. Pero privilegié el camino social y político. Incluso deseché tres ofertas de irme al extranjero a terminar mis estudios. Chile necesitaba sus jóvenes, necesitaba la fuerza de la pasión por los ideales, necesitaba la convicción de que el dolor autoimpuesto porla patria no era merecida por nuestro pueblo. La literatura ayudó en ello. El trabajo político, el público y el clandestino, sirvió para ello. Recuerdo como si fuera hoy que, caminando por la Plaza Pedro de Valdivia (frente al ya inexistente Hotel homónimo, demolido hoy y erigido el Hotel y Casino Dreams, en su lugar), a unos compañeros de carrera y de lucha política, les dije en 1978 que la dictadura duraría diecisiete años: premonitorio, ¡lamentablemente premonitorio!


En síntesis, hubo vocación pedagógica. Estaba presente y lo está aún. Y el interés por la literatura fue más creciente en el trayecto que en el inicio. Pero salir de Chiloé por algo más grande, visto con la perspectiva actual, fue salir para volver libre.

Tu ingreso a la universidad fue en los peores (si es que hubo algunos mejores) años de la dictadura. ¿Cómo fue para ti el traslado de Castro a Valdivia? ¿De qué manera esa experiencia delineó para ti un futuro completamente imprevisto?


Como decía antes, salir de Chiloé era quitarse la asfixia. No porque no asfixiara todo el país, cada rincón; sino porque veía allí posibilidades de sumarme a la lucha que terminara con el abuso y los amigos y compañeros presos, detenidos, desaparecidos, relegados, exiliados. Chile era brutalmente avasallado. La línea de flotación ahogaba los sueños.


Salí de Chiloé (antes, sólo había salido para el terremoto, con casi tres años y en cuarto básico, por unos meses, siempre a Santiago), con la desesperación y angustia del despojo y con la esperanza del futuro incierto. Hubo un primer año de acostumbramiento, de reconocimiento, de sondeos, porque había –sin contactos- que buscar el nido político, el sitio partidista que diera cobijo y seguridad en el trabajo por la recuperación de las libertades, sin morir en el intento. Y como Dios nos cría y el Diablo nos junta, pronto el tridente marcó los surcos que generó el crecimiento orgánico universitario, poblacional, provincial, regionales que posibilitó tener las certezas de que el grito de libertad estaba sólo amordazado, con el favor de Dios. Constatar eso fue maravilloso. Allí decido transferir la beca que me llegara para terminar mis estudios en Londres a otro amigo y compañero chilote quien, jovencito, había conocido la persecución, el Campo de Concentración de Pisagua y el abandono. Desechar las ofertas para Italia y Ecuador fue casi simultáneo. No teníamos carne de mártires, pero daríamos todo responsablemente por ayudar al retorno democrático en Chile.

Cuéntanos de tu actividad política en la universidad, y cómo se produjo el quiebre de tu futuro profesional.


Sólo un interlocutor informado puede concadenar las preguntas como me las haces. Como venía diciendo, todo fue político en mi paso por la universidad. Intensamente político. Hasta el amor estaba supeditado a un amor mayor. Y no hablo de un amor partidista, hablo de un amor libertario, amplio, humano, patriota. Quería sólo armonía, amor para nuestro pueblo, que había visto feliz, antes; saliendo de sus carencias, de sus infortunios, de sus despojos.


Cuando decido no usar la beca ni salir de Chile porque la patria nos necesitaba, sabía que tomaba una decisión sin retorno. Seguí estudiando con la misma fuerza inicial, con la satisfacción de sentirme uno de los mejores de la promoción junto a nuestro coterráneo y amigo Sergio Mansilla Torres. El tiempo dedicado a la causa libertaria, hacia finales de 1980 fue tan intenso que, la primera Toma universitaria (en la Catedral) con Huelga de Hambre incluida, en el Chile con dictadura, la hacemos en Valdivia, el invierno de 1980 en protesta por los atropellos y sanciones económicas que impuso a centenares de alumnos el General Rector Palacios a quienes denunciábamos y propiciábamos la derrota de la dictadura en el Plebiscito de 1980… Fue tan intenso, que los jóvenes universitarios pedían sus ingresos a raudales a los partidos y movimientos de izquierda, para aportar en la lucha. Fue tan intenso, que a nivel universitario, teníamos una mesa amplia de las Juventudes Universitarias Democráticas y que reunía dirigentes de amplio espectro (desde el PC hasta el Partido Nacional, hoy RN, pasando por la DC, sólo Patria y Libertad estaba fuera del proyecto y el Mir había sido aniquilado). Recintos religiosos, casas de doctores; todos ayudaban a poner fin con tantos atropellos, los que eran cada vez más rápidamente conocidos y repudiados. Nadie desconocía lo que algunos desconocían.


Había terminado mis estudios. Tenía redactada mi tesis de titulación, que había trabajado metódica y sistemáticamente desde el segundo semestre de mi carrera con el lingüista Edgardo Henry Ríos, de quien fui ayudante toda la carrera. Retorné antes de mis vacaciones en Castro para terminar ello. La tesis tuvo nota siete, pero no tuvo mi defensa. Los servicios de inteligencia de la dictadura nos desarticulan certeramente, por efectos de las casualidades, pero nunca quedan con la certeza de haber alcanzado las cúpulas. Nos llevamos el peso de la somnolencia activista que el temor produjo en las militanciasde la UACh y de la ciudad, después de nuestra caída, en la convicción de la Fiscalía Militar, ya que todo se calmó por un tiempo.

Siendo muy joven te transformaste en una víctima de la dictadura. Sufriste la prisión política por muchísimos años, primero en Valdivia, luego en Osorno y finalmente en Castro. Cuéntanos sobre esa dolorosa experiencia. ¿Sufriste maltrato? ¿Encontraste solidaridad en la prisión? Entre tanto negativo, ¿qué es lo positivo que ganaste de esa experiencia (si es que lo hay?


Uffff. Allí quedó mi juventud. Desde los 24 y hasta los 32 años. Logré salir a los ocho, aunque la condena era de dieciséis años, luego que ya lo insostenible hizo rebajarla de veinticuatro. Siempre recuerdo la ingenuidad de un gran amigo que llegó al primer sillón del Poder Judicial en Chile, quien sostenía que en derecho no tenían nada pero que dadas las circunstancias, tendría absolución o pena remitida (cumplir meses firmando). En una de las tantas visitas que me hizo, le demostré que una era la justicia civil y otra la militar. Así fue. Era una de las herramientas que la dictadura usaba.


El maltrato estuvo circunscrito en mi estada en los recintos secretos (y que narro someramente en mi poemario “Amores Hipócritas – Versos del Cautiverio” que lanzaré probablemente este año, en septiembre). La cárcel de Valdivia, en la Isla Teja, era menos brutal que la de Osorno, concebida como de alta seguridad y donde el escenario era el cielo, por lo que debía recorrer permanentemente paisajes de mi memoria. En un primer momento, en cada prisión, los gendarmes mostraban resquemor y mucho celo. Llegábamos con el rótulo de “extremistas de alta peligrosidad”. Era frecuente ver duelos, rajaduras de piel, empalamientos con estoques, caminatas tambaleantes por una herida cortante en la vena yugular. Había que cuidarse de algún distorsionado por drogas o alcohol. Hice mucho deporte. De ese modo estaba menos en los hacinamientos. Jugaba un partido de noventa minutos y arbitraba otro. Luego, el día transcurría en nuestro recinto más acotado, más aislado de la población criminal.


Tuvimos mucha solidaridad y comprensión de toda la gente, incluso de los funcionarios, con quienes solíamos tener gran amistad. Fuimos sus consejeros, sus abogados. Nos tenían confianza aunque supiesen que nunca iban a tener información de ningún tipo de nuestra parte y aunque la superioridad institucional buscara subterfugios tendenciosos. Con ellos hubo una relación leal. En Castro, ya todo fue distinto. Llegué engañado. Supuestamente solicitado por mi familia, fui trasladado por decisión de Juan Carlos Muñoz, quien terminaría siendo testigo de mi matrimonio junto a su esposa, mi compañera liceana Rosita Lloyd Jones, cuando ya estaba liberto.


En ese recinto hice cosas dignas de narración literaria. Viví mi propio Macondo: boté un muro para agrandar la cancha de baby fútbol, con plazo fatal de 24 horas para restituirlo; iluminé el perímetro (previa reunión con los demás presos, para no interferir si alguien planificaba su fuga) como requisito para que hiciéramoscenas bailables (con orquesta y todo, de noche), construí un techo para interconectar dos secciones, construí un pensionado, hicimos regalos navideños y convivencias especiales a todos los hijos e hijas menores de doce años y los excedentes, para regalar indumentaria deportiva a la Escuela 75 (hoy, Aytué); hice un campeonato de baby fútbol con 24 equipos en la ciudad, yo era el comité de disciplina, el reportero de prensa… Duró algunas temporadas. En la última, el Alcaide no quiso hacer la premiación enel gimnasio del Liceo Politécnico. Hizo una cena en el recinto y concurrieron los árbitros y los tres equipos premiados para que yo participara de la entrega de los premios. Eso fue muy gentil de su parte.


Hacia los últimos tiempos, me sacaban del encierro para ver la franja del Sí y del No, juntos y analizarlas en el casino. 
La mayor experiencia, aparte de las sensaciones propias de la ausencia de libertad, fue aprender a ser libre en el encierro. Transformar el calendario universal en calendario propio, cambiar los límites del país a los de mi entorno. De esa manera, pude sobrellevar la temporalidad y la espacialidad. Y lo logré de tal manera que, la vez que más sentí mis libertades aprisionadas, fue la primera semana liberto en casa, porque me quedaba solo, sin nadie en mi entorno porque mi padre se iba a Opdech, en Chonchi y mi madre a Castro. Esas horas eran interminables, desesperantes. Fueron dos semanas angustiantes y tuve que salir corriendo a trabajar a Ancud. Mis hermanos no entendían que privara a mis padres de tenerme con ellos.

Es evidente que la universidad marcó tu ruta en el plano político, pero, ¿podríamos decir que también fue influyente en tu acercamiento a la escritura?


Sin duda. La teoría, los congresos, la participación en diversos encuentros de escritores, las conversaciones temáticas producían un acercamiento indiscutible a la escritura; aunque no se produjera sino hasta privado de libertad. Nosotros alcanzamos a vivir la universidad como universalidad, lo que habría los horizontes. Ello, me llevó a escribir textos periodísticos (trabajamos en La Gaceta de Chiloé), textos histórico-deportivos (publiqué una revista llamada “Castro, en los campeonatos nacionales de fútbol”); en lo poético (“Barrotes de Poesía”). Después de ello, he seguido escribiendo y –aunque no he vuelto a publicar en papel, sí lo he hecho en sitios web y participado en numerosos encuentros poéticos en la Patagonia chilena y argentina.

Durante tu encarcelamiento, probablemente la poesía y la escritura en general fueron puertas abiertas hacia espacios más libres. ¿De qué manera te sirvió la escritura en esos años?


De mucho. Si bien no tenía la privacidad suficiente, escribí algunas cosas en Osorno, donde logramos musicalizar tres de mis poemas que se fueron en cintas de cassettes desarmadas, salieron vía correo alrededor de tarjetas postales, en sobres, hacia Francia. Allá las procesaron y difundieron por radios europeas. Muchos otros escritos fueron destruidos o desaparecían en allanamientos rutinarios.


En Castro tuve más privacidad y tranquilidad, aunque me pasaba todos los días atendiendo numerosas visitas y contestando cientos de cartas y tarjetas que llegaban de Europa. Recuerdo que los Quakers ingleses me hacían llegar centenares de tarjetas navideñas cada año. Las leía y luego rescataba las portadas para confeccionar nuevas tarjetas que usaban los presos comunes para sus envíos.


En ese recinto comencé a escribir el “Barrotes de Poesía” y que, editado, fue a la postre una ”llave que abra mil puertas”. Ayudó en mi liberación. Cumplida casi la mitad de mi condena, escribí a cada miembro de la Corte de Apelaciones la otra historia de mi proceso. A cada uno, una porción del relato, para asegurarme que fueran leídos y comentados y, a cada uno, el poemario fundamentado mi solicitud de liberación, fundada en la conducta ejemplar y los informes previos. No podría no estar “rehabilitado” alguien que escribe y crea belleza con el dolor. Con la resolución unánime de la Corte de Apelaciones, al Ministro Rosende, del General Pinochet, no le quedó más que firmar mi liberación. Hubo, recuerdo, precauciones especiales en la cárcel ya que supieron los intentos de la CNI por revertir la decisión y que podía implicar acciones internas.

¿Qué recuerdas del día 11 de septiembre de 1973? ¿Dónde estabas, qué paso, qué ocurrió en el resto del día? ¿De qué manera ese hecho y los que ocurrieron en los años siguientes marcó tu vida?


Ese día estaba acostado. Llegó mi abuela llorando a mi dormitorio. Fue impactante, porque ella era una mujer de pensamiento conservador, alessandrista; pero democrática. Estaba consternada por los acontecimientos y, sollozando, me decía “van a matar al Presidente Allende”. Sabía, por cultura, que no había otra salida. Alcancé a escuchar las radios en onda corta antes de que las bombardeen los aviones Hawker Hunter de la Fuerza Aérea de Chile. Luego, durante el día, ya éramos informados, amenazados por las radios intervenidas, obligadas a emitir los bandos intimidatorios. Por el otro lado, empezó una carrera frenética por sintonizar las novedades verdaderas y alternativas. Recuerdo que mirábamos tras los visillos, por las ventanas qué ocurría en las calles. Y era nada o casi nada. Ni un alma. Salir era morir. En esos días disparaban primero y no alcanzaban a preguntar después porque el sospechoso era cadáver.


Esos momentos de terror, de fusilamientos de prisioneros, de detenidos que no aparecían, de allanamientos masivos, de buenos que de pronto fueron malos; de noches sin ruidos normales, con desvelos por autos, frenazos, botas, trotes poniendo sordinas a las lluvias; de un oficial de carabineros insultando a profesores y de otro oficial diciendoavergonzado“mi madre fue profesora”, los perros ladraban y ladraban. Los dolores se fueron acumulando y fueron copando Chile de cordillera a mar y había que salir de ellos. Era o me parecía inmoral quedarme quieto si algo se podía hacer. Todas las trincheras eran válidas. Hoy, todos, pero todos reconocen que el retorno a la democracia era necesario para Chile. Hoy todos, pero todos reconocen que hubo excesos injustificados. O sea, teníamos razón para hacer lo que hacíamos, si amábamos la Patria, a la gente, a la especie humana.

¿Una vez en libertad, te dio la universidad alguna posibilidad de terminar tus estudios y sacar tu carrera de profesor de castellano?


Hubo dos instancias. Creo que se llamaban Consejo Académico y Honorable Junta Directiva. Una de ellas me la negó en primera instancia y, la otra, determinó que debía dar mi examen de grado, sin actualización de estudios. Fueron determinantes Erwin Haverbeck (Rector), Marcos Urra (Secretario de Rectoría) y Nibaldo Segura, miembro de ambas instancias y de la Corte de Apelaciones y quien –según se me dijo- en derecho fue quien recomendó rechazar y luego aceptar mi petición. Ya estaba casado, con hijos y trabajando. Un director de escuela de entonces fue vital para dilatar mi titulación. Nunca pude tener la posibilidad e incluso, se me pidió demostrar que no tenía deuda de 1980, en 1992!!. Nunca pudieron demostrar mis deudas; menos yo (inaudito), que no las tenía. Claudiqué. No podía seguir yendo y viniendo ante la necedad de un pusilánime profesorcillo que laboró en la UACh gracias a que sus maestros fueron exonerados y exiliados.

¿Cómo y por qué te dedicaste al comercio? ¿Estás conforme con esa actividad? ¿Piensas seguir en el mismo rubro?


No me quedó otra. Es la condena adicional, el costo invisible de la lucha total contra la dictadura. Odio la actividad comercial y lidiar con una masa que no discierne entre derechos y deberes del consumidor, como lo más básico en el rubro. Mi sueño hubiese sido poder instalarme con un medio de comunicación, con contenido

¿Qué les dirías a los jóvenes de hoy y a los adultos que han hecho borrón y cuenta nueva de las atrocidades cometidas por la dictadura militar?


Mi libro de poemas “Amores Hipócritas – Versos del Cautiverio” que ojalá se publique para cerrar ese corpus, es mi manera de decirle a la sociedad que no olvide. Porque olvidar es repetir. Y quienes cometieron los mayores crímenes y las más grandes atrocidades en este país, son los encargados de generar el olvido. Por eso se llama como se llama, porque éste es un país hipócrita, un país de garras escondidas, un país anestésico y premeditadamente amnésico. No en vano se ha farandulizado las comunicaciones. Eso tiene un claro sentido político. Cada familia debe tener algún cercano que sufrió humillaciones diversas. Siempre digo: por muy malos que hubiesen sido los malos, por qué los buenos mataban a los malos cuando estaban reducidos, amarrados, vendados? Ni en las guerras, salvo si extrapolamos Chile con la Alemania nazi, se recordará la barbarie del hombre contra el hombre, del hermano contra el hermano, del vecino contra el vecino. Y con la certeza de los infundios, las calumnias, las mentiras, los montajes, los simulacros. El olvido es la terapia de los culpables, de quienes tienen la conciencia manchada con sangre. Y por qué, porque saben que cada acusado perdía la vida por meros supuestos. Fue una masacre a los valores. A poco andar de esa ignominia nació el “chao, cuídate”, en vez del tradicional “chao, que te vaya bien, nos vemos”. Nadie tenía el regreso a casa asegurado.


Es deber de cada profesor matar la amnesia, o ser cómplice. Es deber de cada padre, madre, defender la vida que, paradojalmente, los más creyentes, manipularon a su antojo. ¿Tan brutal? Sí, así de brutal, salvo que alguien me lo desconozca porque escondió la cabeza como avestruz.

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